El otro día iba caminando por la calle y, al cruzar, tuve que detenerme ante un semáforo en rojo. Las cinco personas que estábamos esperando hicimos lo mismo: sacar el teléfono móvil y sumergirnos en el apasionante mundo del scroll infinito. Un semáforo apenas tarda unos segundos en volver a ponerse en verde. Sin embargo, ninguno de los cinco peatones teníamos intención alguna de desperdiciar ese tiempo en, simplemente, pensar.
Vivimos en un esfuerzo infinito para rellenar todos los huecos de inactividad. A nuestro cerebro le estamos enviando información continuamente. Nunca está en silencio. Nunca para o se aburre. La reflexión, el pensamiento o el análisis, cada vez están más lejos de lo común. Eso nos convierte en personas cada día más manipulables. En gente que buscan cosas sencillas, masticadas, en las que no tenga que pensar, que esforzarse. Es lo que denomino “ la cultura del potito”, aquella en la que mantenemos nuestro cerebro a bajas pulsaciones procesando datos irrelevantes y superficiales.
Nuestra actividad se reduce a rendimos a internet y a las redes sociales, a la música en streaming, a los podcast, a los vídeos de Youtube, a las historias de Instagram o a los audios de Whatsapp. No estamos haciendo nada, o mejor dicho, estamos haciendo nada y evitamos así el silencio en nuestra mente: opiniones, tendencias, imágenes, noticias, vídeos, memes, gifs… La lista es interminable y el resultado, siempre el mismo: un gran estruendo dentro de nuestra cabeza conformando lo que querríamos reconocer como nuestra manera de pensar pero que, sin embargo, cada día es menos crítica, más superficial y progresivamente alejada de un manejo de información contrastado y serio. Estamos abandonando el criterio propio por el de la red, por el de la vecina o por el del último chascarrillo que hemos oido, visto o leido en el móvil.
Esta cultura del potito tiene también aplicación en nuestra vida privada pero también hay un mensaje muy claro en el marketing digital. Solo las marcas que encuentren hueco en ese océano de contenidos sencillos y virales estarán conectando de verdad con su audiencia. Serán exitosas aquellas que apuesten por contribuir a la creación de ese pensamiento que tanto nos resistimos a conformar por voluntad propia. Y ahí radica el éxito, por ejemplo, de redes sociales como Instagram o el marketing de Influencers. Instagram ofrece una forma fácil y rápida de consumir mucho contenido en poco tiempo, abriendo una ventana hacia todo lo que queremos ser o lo que nos gustaría hacer. ¿Por qué detenernos en pensar cómo queremos vestir o qué queremos comprar? Los Influencers se han colado en nuestras vidas precisamente para pensar por nosotros, para ser quienes deciden y por eso nos gustan.
No se trata solo de fake news o amarillismo disfrazado de noticia a golpe de clickbait. Se trata de eso y de todo. De ese sentimiento de pertenencia a una comunidad que aporta Facebook, o de lo entretenido de ver capítulo tras capítulo en Netflix. Todo ello resuena continuamente en nuestra mente, nunca en silencio, como si fuese una especie de virus del ruido que todo lo invade y en el que, aparentemente, tan felices estamos.
Las marcas que insistan en hacer ese ruido infantil, que no permanezcan calladas, que sepan crear ese contenido fácil de digerir como la comida de los bebés, habrán triunfado en este nuevo ecosistema de mentes siempre ocupadas haciendo nada.
Artículo publicado originalmente en Revista Capital